DIFTERIA Y VACUNACIÓN La difteria[1] (del griego “membrana”) es una de las más antiguas enfermedades infecciosas de las que se tiene referencia histórica. Los médicos griegos Hipócrates y Areteo describieron la enfermedad. Los consejos de tratamiento expuestos por Areteo de Capadocia se considerarían aun hoy día de excelencia clínica. Se tiene constancia que Josefina, esposa de Napoleón (Napoleón I) y la madre de Louis Napoleon (Napoleón III, sobrino de Napoleón I, y primer Presidente de la 2ª República francesa) fallecieron de difteria. También en el Nuevo Mundo la difteria hacía estragos. George Washington, Primer Presidente de la nueva república norteamericana, cuyo rostro estuvo marcado por otra mítica y por suerte hoy extinta enfermedad, la viruela, padeció difteria. Se cree que falleció por laringitis, no estrictamente por difteria. En aquella época existía cierta confusión entre las úlceras malignas de garganta, la fiebre escarlata (escarlatina) y la difteria. Los tratamientos aplicados, por completo paliativos, eran muy similares. Durante la Gran Depresión de la década de 1930 se notificaron más de 30.000 casos de difteria solo en Estados Unidos, con una mortandad estimada del 10%, a pesar de la existencia de un suero antidiftérico, similar al que se ha inyectado al niño actualmente infectado en Cataluña (junio 2015). La mayoría de las muertes eran debidas a la formación de membranas grisáceas en las vías respiratorias superiores. En España se denominaba popularmente «garrotillo» por la sensación de asfixia que produce. Hacia 1895 ya se disponía de un suero anti-diftérico para tratar a los infectados. En aquellos años se recomendaba su uso en la difteria laríngea membranosa, esto es cuando la enfermedad derivaba hacia un cuadro clínico con riesgo de colapso respiratorio. Ya entonces el uso de la antitoxina diftérica (no confundir con la vacuna) se recomendaba afirmando que su eficacia había quedado contrastada con la administración de más de 100.000 dosis; y que los riesgos de muerte por el suero anti-diftérico eran menores que los causados por el éter y el cloroformo, los dos anestésicos generales empleados entonces. El desarrollo del suero antidiftérico no fue un hallazgo casual sino el fruto de una ardua labor de investigación llevada a cabo por pioneros de la inmunología. La vacuna contra la difteria se administra desde comienzos de la década de 1940 asociada en la misma jeringa con la del tétanos y la tos ferina. En nuestro calendario de vacunación, se administra una primera dosis a los 2 meses de vida, debiendo inyectarse dosis de refuerzo a los 4, 6, 18 meses y 6 años; con una última dosis (solo contra la difteria y tétanos) a los 14 años. En los países desarrollados la difteria se considera una enfermedad del pasado. No lo es en los países con bajos estándares de desarrollo. De hecho, durante el desmembramiento caótico de la ex Unión Soviética en los primeros años de la década de 1990 se interrumpieron muchas campañas de vacunación con resultado de más de 100.000 casos y alrededor de 5.000 fallecimientos. Los grupos contrarios a la vacunación afloraron tras la publicación en el año 1998 en una prestigiosa revista médica británica, The Lancet, de un artículo firmado por el entonces médico, Dr. Wakefield en que relacionaba la vacuna «triple vírica» (contra el sarampión, parotiditis y rubéola) con un mayor riesgo de autismo infantil. Años después la dirección de la revista reconoció el yerro cometido. El Dr. Wakefield, quien hoy día no puede ejercer la medicina en Reino Unido, actuó con falta de probidad y en interés propio. Estaba vinculado con una empresa farmacéutica que pretendía comercializar vacunas mono-componentes (cada vacuna debía administrarse por separado en lugar de las tres en una única formulación). El éxito comercial de las vacunas mono-componentes dependía del desprestigio de la vacuna «triple vírica». Además, para llevar a cabo su “estudio” el entonces Dr. Wakefield sometió a los niños a técnicas cruentas absolutamente innecesarias, tales como punciones en la médula espinal y colonoscopias, sin autorización de comité ético alguno de investigación clínica. El daño causado no terminó con la palinodia de la publicación. Desde entonces diversas asociaciones de padres actúan de adalides de los riesgos de la vacunación arguyendo la baja probabilidad de contraer alguna de estas infecciones. No olvidemos que si este riesgo es muy bajo hay que achacarlo a las generalizadas campañas de vacunación. Las vacunas son probablemente la mejor estrategia para la erradicación de enfermedades infantiles, algunas con no desdeñable riesgo de muerte, otras (recuérdese la poliomielitis) con graves e irreversibles secuelas. [1] Imagen: frotis visto al microscopio óptico, donde se aprecian microorganismos de Corynebacterium diphtheriae. Zaragoza, a 8 de junio de 2015 Dr. José Manuel López Tricas Farmacéutico especialista Farmacia Hospitalaria Farmacia Las Fuentes Florentino Ballesteros, 11-13 50002 Zaragoza |
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