BENJAMIN
FRANKLIN Y LA VIRUELA: UNA HISTORIA TRISTE
Recientemente surgen (reaparecen más bien) personas
y grupos sociales que se manifiestan contrarios a la vacunación obligatoria con
el argumento de que dicha imposición puede violar la voluntad de padres o
tutores; amparándose en postulados de dudoso rigor científico.
Es verdad que las primeras vacunaciones no
eran seguras; y se hallaban lejos aún de la inmunización estandarizada. Pero
incluso entonces, la inoculación se usó para domeñar la viruela, uno de
los azotes más mortíferos del siglo XVIII. La inmunización contra la viruela
(una de las primeras decisiones en materia de Salud Pública) se consideró en
países como Estados Unidos (todavía en proceso de formación Estado) “un derecho
inalienable” asociado con la vida, la libertad y la consecución de la
felicidad.
John Adams fue inoculado en el año
1764. Doce años después (1776), mientras se hallaba en Philadephia declarando
la independencia americana, su esposa e hijos eran inoculados durante un
brote epidémico en Boston.
No está de más recordar el preámbulo de la Declaración
de Independencia:
We hold these trushs to be self-evident; that all men are created equal;
that they are endowed by their Creator with certains inalienable rights; that
among these are life, liberty and pursuit of happiness; that to secure these
rights, goverments are instituted among men, deriving their just powers from
the consent of the governed.
Traducción
del autor:
Nosotros
afirmamos verdades evidentes; que todos los hombres son creados iguales; que
están dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables; que entre éstos
[derechos] están la vida, la libertad y la
consecución de la felicidad; que a fin de asegurar estos derechos, los
gobiernos son instituidos entre los hombres, derivando sus poderes del consenso
de los gobernados.
George Washington ordenó la
vacunación de todo su ejército en 1777, un año después de la Declaración de
Independencia, debido a que las bajas por viruela superaban a las causadas por la
propia guerra.
Thomas Jefferson, un ávido seguidor
de los avances científicos de la época, se inoculó a sí mismo y al resto de su
familia en el año 1782.
Sin embargo, el más elocuente partidario de la
inmunización frente a la viruela fue Benjamin Franklin, prestigioso
científico, político y humanista.
Entre los opositores frente a la inmunización
contra la viruela se hallaba James
Franklin, hermano de Benjamin,
quien argüía motivos religiosos para oponerse a la inmunización generalizada.
La inmunización consistía en abrir una herida
abierta de un enfermo e insertar pus fresco o restos de una costra, bajo la
piel de una persona sana, no infectada. Estos materiales (las costras y el pus)
contienen variola (el virus causante de la viruela). Esta práctica ya era
habitual en Lejano Oriente y el Imperio
Otomano.
La técnica daba lugar a una forma leve de
infección, confiriendo inmunidad de por vida. No obstante, algunos de los que
eran inmunizados contraían la enfermedad y fallecían.
Tras un silencio inicial, tal vez para no
contrariar a su hermano mayor, Benjamin
Franklin llegó a ser uno de los más firmes promotores de la inoculación,
estimulando esta práctica desde las páginas de su propio periódico, The Pennsylvania Gazette.
Un reportaje de la Gazette daba cuenta de la inmunización a 72 ciudadanos de Boston en marzo de 1730. De éstos, “solamente”
dos fallecieron, y los 70 restantes se recuperaron sin problemas.
Durante las décadas siguientes Franklin recopiló y publicó, en
colaboración con varios médicos del Pennsylvania
Hospital, varios trabajos sobre el valor de la inoculación. Benjamin Franklin, junto con el médico
británico William Heberden, ayudó a fundar el Pennsylvania Hospital. Franklin se preocupó también por el
elevado coste del procedimiento de inoculación, superior a los ingresos anuales
de muchos colonos; y que resultaba, en consecuencia, inaccesible para muchos
ciudadanos. El compromiso social de B.
Franklin le llevó a establecer la Society for Inoculating the Poor Gratis
(una Sociedad para la inmunización gratuita de las personas con escasos
recursos económicos).
Benjamin
Franklin tuvo dos hijos, el más joven, Francis Folger, había nacido en 1732. La
vida fue cruel con él, falleciendo víctima de la viruela a la edad de 4 años.
Los opositores a la práctica de la
inmunización abonaron la maledicencia de que Franky (como era cariñosamente conocido el niño) había fallecido
víctima de la inoculación. Benjamin Franklin
se defendió enojado y hondamente herido en sus sentimientos, afirmando que su
muerte fue consecuencia de un grave proceso diarreico debido a la viruela,
reafirmando su convencimiento de que la inmunización era una práctica segura y
beneficiosa.
La práctica inicial de la inoculación fue
remplazada por el método más seguro de vacunación, en el cual las preparaciones
de virus atenuado inducen inmunidad. Un médico británico, Edward Jenner realizó este
descubrimiento en el año 1776 tras observar que las lecheras que ordeñaban
vacas, contraían una forma leve de infección, logrando así protección de las
variantes mortales de la viruela.
La vacuna de Jenner se convirtió muy pronto en el mejor medio para prevenir la
viruela. En el año 1801, el Presidente Thomas
Jefferson hizo de la vacunación frente a la viruela una las prioridades
nacionales en materia de Salud Pública. Dos años más tarde, Meriwether Lewis y William Clark, llevaban dosis de vacuna en su expedición de
descubrimiento del inmenso territorio hasta las costas del Pacífico, un viaje
que se prolongó a lo largo de varios años; y uno de cuyos fines era delimitar el
trazado de la línea de ferrocarril que llegase hasta las costas del Pacífico.
Benjamin
Franklin falleció en 1790, seis años antes de que Jenner anunciara su descubrimiento; y
190 años antes de que la Organización
Mundial de la Salud anunciara la erradicación de la viruela como enfermedad.
En su autobiografía, escrita en el año 1788, Benjamin Franklin recordaba a sus lectores la importancia de
inmunizar a sus hijos frente a la viruela. Recuerda con profunda amargura la
pérdida de uno de sus hijos en el año 1736: Lamenté
amargamente, y todavía me lamento, de no haberlo inoculado [a su hijo]. Y
añade: Hago esta alusión para llamar la
atención de los padres que omiten esta práctica, pues nunca se perdonarían si
un niño muere por esta causa, mi ejemplo muestra que el lamento puede ser una
de las alternativas, la otra, elegir la opción más segura.
Zaragoza, Julio 2012
Dr. José Manuel López Tricas
Farmacéutico especialista Farmacia Hospitalaria
Zaragoza